El que la creación obligue a la comunicación hace deducir que es la propia creación la que desea multiplicarse y trasladar su efecto a más personas. Si entendemos que el objeto creado es un bien, o cuando menos produce un bien, (algo que parece ser la opinión común) podremos decir que realmente es el bien mismo el que busca propagarse. Cabría entonces pensar que su objeto principal no reside en una sola persona, ni siquiera en su creador.
A estas alturas topamos con la paradoja de que la inmensa mayoría de los creadores están interesados en su obra y en que se expanda, pero ya no tanto en el posible bien que pueda hacer a los demás. En este punto creo que son especialmente reveladoras las palabras de José María Castillo. Unas palabras valientes porque mediante ellas expresa lo que casi nadie se atreve a reconocer y esto es el regocijo egoísta que produce el sentirse admirado por los demás.
“Nos seduce el poder. Nos seduce la gloria. Queremos, a toda costa, ser importantes, destacar, ser notables. Confieso públicamente que a mí, por lo menos, todo eso me atrae, me agrada y es motivo de anhelos inconfesables. Anhelos y deseos que, cuando soy sincero conmigo mismo, los maldigo mil veces. Porque estos sentimientos me rompen por dentro y destrozan mi propia humanidad.”
Resulta lógico, hasta desde un punto de vista psicológico, el que sintamos algún tipo de satisfacción al vernos reconocidos por los demás. Ello vincula las ansias internas de toda persona de salvar su distancia, su separatidad, con sus congéneres. El problema llega en el momento en el que el ciclo se rompe para centrarse excesivamente en esta primera fase. Se menosprecian así los requerimientos de la propia obra que busca “vivir” en más personas y se rompe el ciclo natural.
Castillo dice con razón que esos sentimientos destrozan su propia humanidad porque le llevan a situarse en una posición de poder (algo de por sí pérfido y, por cierto, muy vinculado al género masculino) en detrimento del verdadero objetivo del objeto creado. Si el objeto busca propagarse, cualquier reducción a un único punto (autor) no supone otra cosa más que una limitación y una contradicción respecto a las leyes que rigen la creación artística e intelectual.
A estas alturas topamos con la paradoja de que la inmensa mayoría de los creadores están interesados en su obra y en que se expanda, pero ya no tanto en el posible bien que pueda hacer a los demás. En este punto creo que son especialmente reveladoras las palabras de José María Castillo. Unas palabras valientes porque mediante ellas expresa lo que casi nadie se atreve a reconocer y esto es el regocijo egoísta que produce el sentirse admirado por los demás.
“Nos seduce el poder. Nos seduce la gloria. Queremos, a toda costa, ser importantes, destacar, ser notables. Confieso públicamente que a mí, por lo menos, todo eso me atrae, me agrada y es motivo de anhelos inconfesables. Anhelos y deseos que, cuando soy sincero conmigo mismo, los maldigo mil veces. Porque estos sentimientos me rompen por dentro y destrozan mi propia humanidad.”
Resulta lógico, hasta desde un punto de vista psicológico, el que sintamos algún tipo de satisfacción al vernos reconocidos por los demás. Ello vincula las ansias internas de toda persona de salvar su distancia, su separatidad, con sus congéneres. El problema llega en el momento en el que el ciclo se rompe para centrarse excesivamente en esta primera fase. Se menosprecian así los requerimientos de la propia obra que busca “vivir” en más personas y se rompe el ciclo natural.
Castillo dice con razón que esos sentimientos destrozan su propia humanidad porque le llevan a situarse en una posición de poder (algo de por sí pérfido y, por cierto, muy vinculado al género masculino) en detrimento del verdadero objetivo del objeto creado. Si el objeto busca propagarse, cualquier reducción a un único punto (autor) no supone otra cosa más que una limitación y una contradicción respecto a las leyes que rigen la creación artística e intelectual.